
Con la ayuda de los vecinos del pueblo, el Grupo de Teatro
Maranatha consiguió que el escenario pareciese una extraordinaria sala de
visitas de un convento de monjas de clausura. A ello hay que decir que por
primera vez en los catorce meses de estar poniendo en escena “El poder de la
oración” por numerosos pueblos y ciudades de nuestra geografía, la obra se
representaba en un teatro y no en una iglesia. Y lo hacía porque se quería
poner el broche de oro dentro de un lugar con sabor a edificio de siglos, donde
hubiera puesto los pies el frailecillo poeta San Juan de la Cruz en su vida
terrena y justo en la noche de su marcha para cantar maitines en el cielo, y donde,
además, Ramón Molina y todo el grupo fueran considerados y queridos.
Hubo lleno absoluto. La emoción embargaba a los actores que
no sólo pusieron el alma y la vida en cada palabra y cada gesto, sino el
corazón para llegar a los corazones. Presentó la obra Isabel Ruiz, con altura y
sencillez, con elegancia y hondura. Hubo un silencio impresionante a lo largo
de toda la obra. Ni un solo ruido, ni una sola palmada, ni una sola tos. Pero
fue terminar de decir don Julián el último verso de su personaje: “…porque ya no duda nadie que el poder de la
oración es, de todos, el más grande” y ponerse todo el público en pie
aplaudiendo con todas las fuerzas del mundo mientras de sus rostros caían
lágrimas como ríos. Los bravos llegaron hasta más allá del claustro y la plaza,
los vítores no cesaban y hasta hubo quien grito un “bendito seáis”, que hizo se
redoblaran los vivas y los aplausos. Ni los abrazos de los actores entre ellos,
ni la reiteración de los saludos calmaba a un público entregado que insistía en
las aclamaciones. Maravilloso todo, de sueño.

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